El tema del financiamiento electoral y de campañas políticas ha cobrado mucha relevancia en la región y no particularmente por su transparencia y rendición de cuentas, sino por sus recientes vinculaciones a escándalos de corrupción política. El financiamiento privado contempla diferentes tipos de donaciones, que pueden ir desde una pequeña suma de dinero realizada por un individuo que apoya a determinado partido hasta contribuciones más grandes realizadas por individuos, grupos o corporaciones. Esta vía suele ser utilizada por parte de ciertos grupos de interés para generar una influencia directa en la toma de decisión o “tener mayor acceso a los decisores y obtener favores específicos, como contratos públicos, licencias u otros” (Zovatto, 2007).
De ahí que se pretenda la mitigación de la influencia de este tipo de recursos en la política partidaria en pro de una competencia más justa y equitativa. Muchos de los países latinoamericanos optaron por regular y distribuir el financiamiento público como una manera de evitar o disminuir la incidencia de intereses particulares y poderes fácticos en el desempeño de las funciones partidarias. Lo que se persigue con ello es, por una parte, generar condiciones más equitativas durante la competencia electoral entre los diversos partidos políticos y, por la otra parte, generar una mayor transparencia en materia de financiamiento de los partidos políticos.
Dichas prácticas de transparencia están orientadas a mitigar la corrupción política que surge por la necesaria búsqueda de recursos y fondos que le permitan a los partidos poder solventar los gastos electorales y su funcionamiento ordinario. La corrupción política, entendida como el “mal uso y abuso de poder, de origen público o privado, para fines partidistas o personales a través de la violación de normas de derecho” (Zovatto, 2009) se manifiesta, en la lógica del financiamiento electoral, desde la compra de votos y el uso de fondos ilegales, hasta la venta de nombramientos y el abuso de los recursos públicos.
En otras palabras, la oportunidad de contar con financiamiento electoral privado tiende a conducir, en muchos casos, a la corrupción en sus distintas manifestaciones. Si bien esto está regulado y existe una institución (TSE) y una norma constitucional (LEPP) con la capacidad de sancionar a todo aquel que cometa estas acciones ilícitas, en regímenes como el guatemalteco, que cuentan con mecanismos laxos de control y seguimiento, resulta difícil sancionar a los partidos, candidatos y funcionarios transgresores. Como evidencia Zovatto, las complicaciones surgen al intentar “definir los límites de las contribuciones legales o ilegales; identificar los montos con exactitud; establecer en qué se han gastado efectivamente los fondos; precisar los intereses detrás de estos, así como los compromisos que se adquieren” (2009). Por lo tanto, esos tipos de financiamientos privados que se hacen al márgen de las reglas del juego y con la intención de aprovecharse de los recursos públicos con fines puramente privados, se convierten en una suerte de financiamiento corrupto de la política.
Este financiamiento “corrupto” de la política se manifiesta en una diversidad de acciones y contribuciones, entre las que destacan:
contribuciones que no cumplen con lo estipulado en la normativa de financiamiento político;
uso del dinero recibido por un funcionario mediante una transacción corrupta para campañas u objetivos partidarios;
uso no autorizado de recursos públicos para propósitos partidarios;
aceptación de dinero en retorno por un favor no autorizado, o la promesa de un favor en el caso de elección del funcionario en cuestión;
contribuciones de fuentes dudosas;
gasto de dinero con el propósito de comprar votos (Pinto, 2002).